miércoles, 14 de agosto de 2013

Cuando el epílogo fue un premio

La semana pasada terminé de leer Esta historia de Alessandro Baricco. Llegó justo cuando estaba pensando sin descanso sobre el propósito de una vida. Al terminar el libro concluí, con seguridad, lo mismo que otros cuando han pensado sobre lo mismo: basta tener un propósito, cualquiera, para que la vida pierda peso y gane levedad. Pero ojo, no hablo de la levedad como aquello carente de importancia, sino como la sonrisa presente hasta en las tareas más tediosas. Pueden ser varios, pequeños y continuos propósitos que nos llevan de un día a otro, como volutas de humo convirtiéndose en algodones,  acariciando nuestra piel cuando pasan. ¡Aligerar la vida es el propósito de los propósitos!, incluso cuando no llegan a cumplirse. 

Sigue en http://elovilloferoz.blogspot.com/2013/08/cuando-el-epilogo-fue-un-premio.html

(Este es un pedazo de un escrito en un nuevo blog en el que participo con otros dos amigos, bienvenidos)

martes, 25 de junio de 2013

Cosas de papá

«—¿Adónde te lo llevas? —había preguntado mamá.

Cosas de hombres, había contestado Libero Parri, y a partir de ese momento Ultimo tampoco se había hecho más preguntas, porque si tienes cinco años y tu padre te lleva con él, de esa manera, eres feliz y punto. Por eso había correteado detrás de él hasta el cruce para Rabello. Lo había hecho sin saber que en un sinfín de ocasiones, ya de mayor, volvería a ver esa imagen, precisamente ésa: la silueta maciza de su padre, caminando a grandes pasos por delante de él, contra el vuelo de la niebla matinal, sin darse vuelta nunca, ni para esperarlo ni para verificar que todavía estaba allí. En esa severidad, y en esa ausencia total de dudas, residía todo lo que su padre le había enseñado del hecho de ser padres: que se trata de caminar, sin darse vuelta nunca. Caminar con el paso largo de los adultos, sin piedad, pero un paso límpido y regular, para que tu hijo pueda comprenderlo y permanecer pegado al mismo, a pesar de su paso de niño. Y hacerlo sin darse la vuelta nunca, si es que uno tiene fuerzas para hacerlo: para que él sepa que no se perderá, y que caminar juntos es un destino del que no es necesario dudar en ningún momento, ya que está escrito en la tierra. »


Alessandro Baricco , Esta historia, Anagrama, p.30-31

viernes, 7 de junio de 2013

El infierno

«Nuestro único enemigo era el Diablo. Del Diablo sabíamos todo, sabíamos más del diablo que de Dios. Conocíamos todos sus trucos, todos los medios de los cuales se servía para hacernos caer en el pecado. El infierno también lo conocíamos hasta su último rincón. Teníamos la impresión de que podríamos recorrerlo con los ojos cerrados, conocíamos cómo eran las pailas de aceite hirviendo donde el diablo metía lo pecadores desnudos y luego los sacaba y les quitaba la piel a pedacitos. Tenía enormes tenedores de fierro con los cuales movía las almas en los pozos de fuego, como si fueran pedazos de carne dentro de una olla. Poseía millones de cadenas con que lo amarraba a uno para arrastrarlo por caminos y montañas que estaban sembrados de pedazos de vidrio y espinas. El Diablo era grande, muy ágil, podía dar saltos de varios metros, estaba siempre vestido de rojo o de un verde fosforescente, su pelo estaba siempre de punta hacia arriba y tenía además cuernos como los toros, sus ojos eran amarillos y lanzaban llamas, las uñas eran larguísimas y verdes, los dientes largos como los de los burros y cuando abría la boca salían olores terribles de azufre. El infierno era lleno de cavernas oscuras donde tenía encerrados animales terribles que nosotras no conocíamos pero que se llamaban leones, serpientes, caimanes, y muchos otros, grandes y chiquitos, pero todos terribles. Si uno hacia pecado con los ojos, el Diablo le sacaba a uno los ojos con unas agujas calientes y, si había pecado con la boca, él le cortaba a uno la lengua en pedacitos. Nada ignorábamos del Diablo, además no nos lo dejaban olvidar…Si tirábamos las hebras de hilo nos decían que el Diablo las iba a recoger para torturarnos con él en el Infierno, igual si botábamos algo de comer. Si no nos confesábamos y comulgábamos en pecado, nuestro cuerpo se llenaría de llagas inmundas donde el Diablo depositaría gusanos verdes, rojos y amarillos que nos devorarían.»

Emma Reyes, Memoria por correspondencia, Laguna Libros, 2012, p. 99 -100.

lunes, 18 de marzo de 2013

Cosechas




Hace muy poco tiempo me amisté con las matas, pero desde que las conocí, todas las mañanas tomo un café o una aromática después de regarlas y dejo que pase un momento en silencio. Por lo general, apenas despunta el sol arriba de la cúpula blanca de un seminario que tiene esta ciudad en el oriente y el barrio empieza a calentarse en su bulla, cuando el aire está fresco y se escuchan algunos pitos de los carros que transportan niños al colegio. Al principio organizaba en mi mente las actividades de la jornada -si no había mucho para hacer, las de la semana- y, aunque no puedo recordar cuándo,  después me concentré en el amanecer, solo en el amanecer: dejé la mente en blanco, tal vez mirando con alegría las matas y los insectos que las visitan, pero fue desde ese momento, de eso estoy seguro, que los días empezaron a tener el matiz de las cosas suaves y delicadas.


No quiero extenderme en las historias sobre mis matas y tampoco pretendo que compartas mi amor por ellas. Solo escribo aquí algunos descubrimientos a los que he llegado en nuestra relación:

  • No importa que tanto le hables a una mata. Lo importante es echarle agua.
  •  Si le echas mucha agua a una mata, puede darle un hongo. Si no le echas nada, se seca.
  •  Las matas son felices con agua y sol.
  •  Las malezas, como los pensamientos malvados, no requieren de muchos cuidados. Crecen solas, en cualquier parte, pueden matar tus plantas si te descuidas. Las malezas también tienen ventajas, por ejemplo, alimentan a algunos insectos, amarran la tierra para que no se desmorone y si las arrancas, pueden servir de abono.
  •  Si dejas de echarle agua un día a tu mata, porque te fuiste con unos amigos, tienes que regarla tan pronto regreses. No importa qué estuviste haciendo, lo importante es el agua.
  •  Entre más delicada sea o se encuentre tu mata, más cuidados necesita.
  •  La comunicación con las matas es siempre no verbal: responden con hechos los que demuestras con hechos.
  •  Los verbos no siempre implican desplazamientos o movimientos fuertes. Las matas conocen muchos verbos.
  •  Las matas tienen crisis y hay que estar pendiente.
  •  Las matas también se mueren.
  •  Una planta florece a su tiempo, a su debido tiempo. No antes ni después.
  •  Las hojas grandes deben de quitarse para que la mata no gaste energía. Esas mismas hojas sirven de alimento a la tierra. Tienen oxígeno y carbono.
  •  Cuando una mata crece demasiado para el matero en el que está, es prudente cambiarlo o podar la mata. Las matas necesitan cambiar.
  •   Es prudente recolectar las semillas de tus plantas, puedes regalarlas o sembrar nuevas matas. 
  • Las malezas tienen flores. 


viernes, 18 de enero de 2013

Algo huele mal*


En la ciudad de donde vengo, Medellín, decir chichí, popó, mierda, decir que uno está literalmente cagado, en voz alta, causa un escozor que recorre la columna vertebral de quien escucha. Por eso me dio tanta dificultad hacer popó en baños distintos a los de mi casa. La misma razón por la que una amiga viajaba desde la universidad hasta la suya cada vez que tenía ganas de cagar, pagando taxi de ida y regreso, como si no tener plata para comer en la cafetería no fuera ya un problema suficiente.
Crecí con gente que confunde el asco a la mierda con lo inmoral y hasta les escuché decir que si no quería ir a una reunión o a una fiestilla incómoda, dijera que tenía diarrea para evitar toda suerte de indagaciones. Crecí con un montón de gente a la que el dengue se le presenta en forma de vómito, fiebre, desaliento pero nunca diarrea. Es más, gente para la que hacer popó blandito no es uno de los síntomas de tener diarrea.
Por eso, en esta cultura que no nos deja cagar tranquilos, las visitas a los baños públicos son siempre seguidas por preguntas sobre un defecador fantasma: el aire denso, el papel sucio, el señor que suda mientras se lava las manos… pero nadie, nadie es responsable por lo que ocurrió en el sanitario. Poco a poco he empezado a hablar de este tema con soltura y, para mi sorpresa, mientras más hablo, más ganas me dan de ir cagando por ahí, sin muchos problemas, en casas ajenas, en bares, en restaurantes.
Desafortunadamente, el lastre cultural del yo-no-cago-nunca no me lo pude quitar antes de llegar a Buenos Aires, y la primera vez que vi unos pies con unos pantalones caídos bajo la puerta del baño público, me sorprendí. De ese baño, mientras me lavaba las manos, salió un señor sonriente, descansado, livianito, como sale uno del baño. Me miró y me deseó un buen día, yo le agradecí con toda la amabilidad del caso y con el paisa que llevo dentro tratando de no respirar muy profundo, pensé: ¡Vio! Uno no deja de ser lo que es aunque crea y asegure que sí. Es que esta gente por acá es muy cosmopolita, tanto como para sonarse los mocos en público, por ahí, en cualquier restaurante, frente a cualquier persona; no como yo que todavía huelo a bandeja paisa y calladito tengo aspirar lo que se me chorrea de la nariz, de a poquitos, para no incomodar a nadie que no sea yo mismo, o correr hasta un baño con la esperanza de que esté vacío para limpiarme.
Después de caminar por muchos sitios en los que la constante era un baño con dos pies bajo la puerta y los pantalones en el piso, mi montañero interno, el que dice que va a mear o a lavarse las manos cuando va a cagar, recibió un golpe contundente al visitar un sitio que se llama El Boliche de Roberto –clásico bar tanguero que otrora fuera enchapado en oro y que ahora está en ruinas–: en ese bar hay una puerta detrás de la barra que conduce al baño de los hombres; al abrirse muestra un orinal putrefacto y un cagadero separado por una pared sin nada que dé privacidad. Vi el baño cuando tuve ganas de ir a mear, de verdad a mear, y al abrir la puerta vi a alguien sentado que con acento porteño me dijo: "che, dijculpá, pero ej que tenía una cagadita y ejte baño no tenía puerta, vijte". Yo le respondí que estuviera tranquilo y el hombre, que no logró descubrir mi incomodidad montañera disfrazada de frescura citadina, entabló conversación, ahí sentado en la taza: que mi tonada, que el Pibe Valderrama, que las plashas de Colombia, que qué linda Medeshín. Finalmente yo escurrí lo mío sin darle la cara, me dispuse a lavar mis manos y fue antes de salir corriendo que alcancé a escuchar, en el mismo acento porteño: "che, dijculpá que te dé el culito para limpiarme pero ej…".
Yo de verdad no sé si aquí en Buenos Aires cagar con la puerta abierta sea una costumbre muy arraigada, como la pasión por el fútbol, tomar vino o mate. Tampoco sé de ninguna costumbre que combine todas las anteriores, pero me alegra saber que hay una tierra en la que la gente no se avergüenza de ser un animalito que caga –todavía me acuerdo de la recomendación estúpida de un autor estúpido que dice que para desenamorarse solo hay que imaginarse al amor de la vida cagando–. No llegaré al extremo de andar mostrando el culito en bares ni baños extraños, pero prometo que cada vez que salga de un baño lo haré sonriente, orgulloso, y miraré a los ojos a quien quiera que esté allí para desearle un buen día y así, poco a poco, iré dejando este mundo de vergüenzas ajenas.


*Publicado en el número 38 del Periódico Universo Centro.


martes, 1 de enero de 2013

Extranjeros


«Las fronteras separan en dos categorías excluyentes: los de adentro y los de afuera, los nacionales y los extranjeros, nosotros y ellos. Esta división nos marca de por vida: sea a causa del jus solio del jus sanguinis, del lugar en el que nacemos o de la sangre que corre por nuestras venas, todos estamos obligados a pertenecer a un sitio y, por ello mismo, a ser considerados extraños o aliens —para usar este odioso término anglosajón— en el resto del mundo. Aunque lo olvidemos con frecuencia, en realidad todos somos forasteros. Ya lo decía Paul Valéry: “La era del orden es el imperio de las ficciones, pues no hay poder capaz de fundar el orden a partir de la mera represión de los cuerpos. Se necesitan fuerzas ficticias”. Y, por absurdo o kafkiano que parezca, a veces basta con caminar unos cuantos metros, con atravesar un río o un puente, para poner en riesgo todo lo que somos o, por el contrario, salvar nuestras vidas.»




Los crímenes de Santa Teresa y las Trompetas de Jericó, Jorge Volpi en Sam no es mi tío, 24 crónicas inmigrantes. Editorial Alfaguara