jueves, 11 de noviembre de 2010

¡Buena Mar!; no, Buenos Aires.

Durante el día y camino al aeropuerto mi mamá me preguntó, sin lugar a exageraciones, siete veces que si el avión en el que salía iba a ser el mismo avión en el que llegaba. Y aunque yo respondía con claridad, precisión y completud: no, no es el mismo. Ella volvía a preguntar. Yo creo que eran los nervios.

Ya en el aeropuerto y después de pesar las maletas el despachador tuvo que irse a arreglar algo de mi lugar en el avión (les recuerdo que por obligación viajé a lo puta: pero ni me comieron, ni me pagaron. diré mejor que viajé como una reina). Bueno, les iba diciendo que mientras el despachador no estaba, mi hermano vio la balanza digital y con el impulso de un potencial anoréxico saltó a ella y me pidió en voz baja y con mirada al frente, para disimular, que le dijera su peso.

Mi mamá sonrió y lo miró con cara dubitativa, entre un regaño o la complicidad del goce por montar en balanza digital, soltó el bolso con disimulo exagerado y ligerito ligerito ya estaba arriba, qué cuánto qué cuánto, "¡Ochenta! como estoy de gordaaa"; Yo llegué a pensar que era suficiente, que el hombre se estaba tomando mucho tiempo, miré a la izquierda y nada, mire a la derecha y ¡táz!, mi papá montado en la balanza, con una sonrisita ingenua y traviesa, setenta y tres kilos y medio; Y porque soy Vásquez me monté yo, con desparpajo y ya con susto porque eramos cuatro, no fuera y nos cobraran el peso en dólares como todo recargo.

Unos minutos después mi papá se antojó de almojabanas, fuimos a comer y cuando le preguntamos a mi mamá qué si quería, respondió que no, que un vaso de agua al clima, osea tibia, y con el dedo índice taladrándose continuamente la sien repetía en voz baja: "ochenta kilos ochenta kilos" (ah, ustedes no saben que mi mamá ha estado en tratamientos hipnóticos para bajar de peso y mi casa ha estado forrada en papelitos verdes que dicen "no estoy gorda", mientras ella pasa con unos audífonos que yo supongo dicen lo mismo una y otra vez)

Abrazo fue, pico vino y me monté en al avión, a dos puestos del maestro Maturana el D.T (si uno va a viajar en primera clase tiene derecho a pedir que vaya alguna estrella de la farándula colombiana) inmediatamente recordé: ese man es un teso, no por ser D.T sino porque también es odontólogo y mi papá me dice lo mismo cada vez que hablamos del señor Maturana.

Llegué a Bogotá bastante hambriento y con ganas de comida mucha y barata, contrario al aeropuerto poca y costosa y con olor a montaña me fui preguntando que dónde quedaba la sala vi ai pi. En la entrada un señor con cara de servidor de las altas esferas de avianca me indicó que podía pasar, yo le miré y le dije que me esperara, que ya volvía porque tenía un poco de hambre y quería comprar algo, él hombre sonrió, me miró con condescendecia y me dijo: "entre entre". Una vez en la sala ví mucha gente con tragos en la mano, computadores en la mesa y comida encima del portafolio. Yo los veía de un lado a otro cogiendo sanduchitos aquí, agarrando gaseosas allá y sirviendo licor en todas partes. Me asusté mucho y empecé a buscar dónde estaba la caja o al menos el letrero iluminado con los precios, no vaya a ser y me quitaran lo poco que llevo en los bolsillos (me acordé de Olga y sus cervezas de diez y siete mil pesos, que fueron cuatro). Traté de recordar todos los métodos de la etnografía y finalmente concluí que no cobraban, me acerqué con propiedad a la barra: pa´l bolsillo, pa´l bolsillo, sin mostrar el hambre juan, calmado pa´ la maleta, pa´comer aquí, pa´comer ahorita y ya no tenía hambre, así que me senté un rato porque cuando uno come mucho se viene la marea alcalina que parece también les da a los ricos.

Me llamaron a la sala siete, sentía que volvía a mi clase social de origen, donde los acaloraos y hambrientos, me sentí cómodo hasta que entré en el avión y otra vez inició la inspección de todos los artilugios y cositas que tenía que tomar antes de bajarme y me acordaba de Juliana: "pida cuchilla de afeitar que es gratis". Tomé el champagne, agarré maní, con suavidá que usté ya es majíster Juan y me relajé a corregir trabajos de grado (guiño guiño).

Yo tenía mucho sueño pero me había prometido no dormirme hasta después de la comida, esperé y esperé hasta que me trajeron entrada fuerte postre y vino. Lo único incómodo de la situación fue que el señor del lado, sentado en la silla del pasillo, se había quedado dormido y yo debía ayudarle un poco al auxiliar de vuelo, azafato, a servirme a mí mismo. La comida trajo una rosa (aclaro que a todos les trajo una rosa) y cuando la fui a devolver porque me encarté, la tomé por el tallo, güeva yo, y el azafato dijo dulcemente: "¿para mí?", yo guardé el silencio más incómodo que pude, pero en adelante el señor azafato insistía en acariciar mi mano cada vez que tenía que traer algún servicio.

Finalmente me quedé dormido y abrí los ojos justo en el descenso, aterrizamos y antes de bajarme tomé un bolsito de cuerofalso con cositas para mí y ni miré al azafato, caminé caminé, cogí un taxi y el conductor parecía Colombiano o parece que a todos les enseñan a hablar del carro, el clima y las cuentas por pagar.

Cuando abrí el bolsito ví que tenía, cepillo de dientes, cremita dental y ¡claro!, con razón el azafato tenía las manos tan suaves: crema de manos de l´occitane.