Xing, la cocinera del emperador, fue acusada del
robo de dos langostas ofrenda de paz de una ciudad enemiga. Qing Lian, su
esposo desde hace veinte años, fue encargado por el abogado de orquestar la
única defensa, que tendría lugar en audiencia pública. Su matrimonio había transcurrido en la miseria,
una acusación así no era más que otra peste. Desesperado, Qing Lian inicia la
búsqueda de testigos y pruebas; por fin ha recolectado lo requerido: las
declaraciones de la auxiliar de cocina, un mesero y el proveedor de las
verduras del palacio. Llegado el día y convencido de que ganaría, acude a la
corte. Con semejantes testigos en el estrado no habrá dudas sobre la
culpabilidad. No le queda más que esperar mientras saborea su soltería y las
dos langostas que le esperan en casa.
lunes, 8 de octubre de 2012
jueves, 2 de agosto de 2012
«La victoria en el sofá»
«(Durante mucho tiempo los llamados
triunfadores han sido el objeto de los elogios: los ricos, los rápidos, los
lugales, la gente que está por encima de los demás. Eso es algo muuuuuuuy
falaz, ya que no se hallan tan al abrigo del tormento como muchos se imaginan
y, además, son muy poco representativos.
Los dirigentes prósperos, los superlativos
son la rareza. A quienes habría que considerar ejemplares es a los
segundones, a los patinadores que no ganan medalla, a los filatélicos en
quiebra, a los inventores frustrados, a los funcionarios que se odian a sí
mismos, a aquellos con talento y educación y determinación que van tirando para
que la gente pueda ver que sus vidas no son mediocres, sino normales. Es algo
absurdo que hacer frente a la vida con alcohol o con drogas haya llegado a ser
el deporte nacional.
Por cada campeón hay mil competidores y otros
dos mil que no llegan a serlo porque se olvidan de competir, o porque tienen
una gripe, o porque estaban ocupados con un asunto amoroso, o porque no se
molestaron en inscribirse. La vida no consiste en ganar, la vida es luchar por
la tercera posición. Pero, por supuesto, el brillo procede de los que brillan,
de los vencedores, y los perdedores gustan de estudiar a los vencedores porque
piensan que de ello podrían sacar algún provecho. ¿Cuál es la diferencia entre
un hombre con millones y un hombre sin millones? Los millones.
Lo que habría que enseñar no es cómo lograr
el éxito, que por definición es asunto de unos pocos, sino cómo ver el color de
los ojos del fracaso sin arrugarse, cómo tolerar el mal tiempo de la
ordinariez. Quien habría de estar sobre un pedestal es el decorador que
no se lamenta de haber perdido su negocio, ese al que pillan incluso cuando
roba un botellín de whisky, el que después de treinta años de trabajo no tiene
más que un abrigo deslucido, mientras que a su única hija, le pega palizas un
bruto sin blanca en el bolsillo; es la fregona con niños que criar, la
que vuelve a su casa agotada y a la que le roban los pendientes en el metro,
quien puede enseñar una lección importante: cómo perder.) »
Tibor Fischer, El coleccionista de coleccionistas, Barcelona, Tusquets Editores,
1997, pp. 203-204.
lunes, 23 de julio de 2012
La libreta perdida
Uno nació para buscar, no para encontrar. Uno nació para
botar cosas que no importan, preocuparse por ellas porque no las encuentra y luego
recordarlas en conversaciones pequeñas sobre cosas insignificantes.
Uno no entiende que la memoria no quiere trabajar mucho y
prefiere deslizarse de un pensamiento a otro, surfear con rapidez por cada
pliegue del cerebro y evitar todas las trampas que le ponemos. Porque es así: ponemos
un palo aquí, una piedra allí, un pensamiento largo y pesado en el medio; y
todo con la esperanza de que los recuerdos no cambien mucho. Con la esperanza
de seguir siendo los mismos de siempre pero de otro modo, queriendo cambiar mucho, cuando decimos lo mismo. No sobra decir que no es así, que la memoria
fluye, cambia y muere cuando se transforma en olvido; aunque nos sintamos
traicionados por no poder recordar algo y digamos que tenemos una memoria
malvada.
Yo me sentí engañado por la memoria cuando perdí
una libreta llena de teléfonos y traté, sin éxito, de reconstruir en mi mente todas las acciones del día en que
la perdí. Pensando dónde fue la última vez que la vi o la guardé, si la coloqué
o no en tal parte. En el recuerdo me veía buscando un número telefónico en
ella, luego la guardaba en el bolsillo del jean y puf, hasta ahí; entonces volvía a empezar: miraba en ella de nuevo el número telefónico, la guardaba en el
mismo bolsillo y nada, seguía sin recordar nada más. Como cuando me encuentro
en la calle a alguien a quien debería reconocer al instante y no pasa; o cuando
tengo una canción en la cabeza, recuerdo el nombre del cantante, el año, y el
concierto en el que la escuché la primera vez, pero no el nombre de la
canción. Siempre que me pasa me quedo quieto para que los pensamientos reposen
y encontrar más fácil lo que quiero. Ese método no funciona.
Lo de la libreta me pasó hace unos meses y hoy me
desperté pensando en ella, queriendo tenerla aún sin necesitarla, porque
recuperé todo lo que tenía escrito. Creo que me desperté con nostalgia de ser
ese hombre del pasado que caminaba con su libretita naranjada en el bolsillo
del jean, pero la memoria pasó de largo, quiere olvidar; y es una parte de mí –una
parte pequeña y fuerte – la que no lo admite
y quiere obligar a la memoria a que se quede quieta. La quiere obligar a
que cumpla la tediosa tarea de no olvidar, por lo menos no mucho, para que yo
pueda seguir siendo el mismo de siempre. Pero nadie se baña dos veces en el
mismo lago, menos mal.
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