lunes, 8 de octubre de 2012

El complot


Xing, la cocinera del emperador, fue acusada del robo de dos langostas ofrenda de paz de una ciudad enemiga. Qing Lian, su esposo desde hace veinte años, fue encargado por el abogado de orquestar la única defensa, que tendría lugar en audiencia pública.  Su matrimonio había transcurrido en la miseria, una acusación así no era más que otra peste. Desesperado, Qing Lian inicia la búsqueda de testigos y pruebas; por fin ha recolectado lo requerido: las declaraciones de la auxiliar de cocina, un mesero y el proveedor de las verduras del palacio. Llegado el día y convencido de que ganaría, acude a la corte. Con semejantes testigos en el estrado no habrá dudas sobre la culpabilidad. No le queda más que esperar mientras saborea su soltería y las dos langostas que le esperan en casa.   

jueves, 2 de agosto de 2012

«La victoria en el sofá»


«(Durante mucho tiempo  los llamados triunfadores han sido el objeto de los elogios: los ricos, los rápidos, los lugales, la gente que está por encima de los demás. Eso es algo muuuuuuuy falaz, ya que no se hallan tan al abrigo del tormento como muchos se imaginan y, además, son muy poco representativos.

Los dirigentes prósperos, los superlativos son la rareza. A quienes habría que considerar ejemplares  es a los segundones, a los patinadores que no ganan medalla, a los filatélicos en quiebra, a los inventores frustrados, a los funcionarios que se odian a sí mismos, a aquellos con talento y educación y determinación que van tirando para que la gente pueda ver que sus vidas no son mediocres, sino normales. Es algo absurdo que hacer frente a la vida con alcohol o con drogas haya llegado a ser el deporte nacional.

Por cada campeón hay mil competidores y otros dos mil que no llegan a serlo porque se olvidan de competir, o porque tienen una gripe, o porque estaban ocupados con un asunto amoroso, o porque no se molestaron en inscribirse. La vida no consiste en ganar, la vida es luchar por la tercera posición. Pero, por supuesto, el brillo procede de los que brillan, de los vencedores, y los perdedores gustan de estudiar a los vencedores porque piensan que de ello podrían sacar algún provecho. ¿Cuál es la diferencia entre un hombre con millones y un hombre sin millones? Los millones.

Lo que habría que enseñar no es cómo lograr el éxito, que por definición es asunto de unos pocos, sino cómo ver el color de los ojos del fracaso sin arrugarse, cómo tolerar el mal tiempo de la ordinariez.  Quien habría de estar sobre un pedestal es el decorador que no se lamenta de haber perdido su negocio, ese al que pillan incluso cuando roba un botellín de whisky, el que después de treinta años de trabajo no tiene más que un abrigo deslucido, mientras que a su única hija, le pega palizas un bruto sin  blanca en el bolsillo; es la fregona con niños que criar, la que vuelve a su casa agotada y a la que le roban los pendientes en el metro, quien puede enseñar una lección importante: cómo perder.)»

Tibor Fischer, El coleccionista de coleccionistas, Barcelona, Tusquets Editores, 1997, pp. 203-204.

lunes, 23 de julio de 2012

La libreta perdida


Uno nació para buscar, no para encontrar. Uno nació para botar cosas que no importan, preocuparse por ellas porque no las encuentra y luego recordarlas en conversaciones pequeñas sobre cosas insignificantes.

Uno no entiende que la memoria no quiere trabajar mucho y prefiere deslizarse de un pensamiento a otro, surfear con rapidez por cada pliegue del cerebro y evitar todas las trampas que le ponemos. Porque es así: ponemos un palo aquí, una piedra allí, un pensamiento largo y pesado en el medio; y todo con la esperanza de que los recuerdos no cambien mucho. Con la esperanza de seguir siendo los mismos de siempre pero de otro modo, queriendo cambiar mucho, cuando decimos lo mismo. No sobra decir que no es así, que la memoria fluye, cambia y muere cuando se transforma en olvido; aunque nos sintamos traicionados por no poder recordar algo y digamos que tenemos una memoria malvada.

Yo me sentí engañado por la memoria cuando perdí una libreta llena de teléfonos y traté, sin éxito, de reconstruir  en mi mente todas las acciones del día en que la perdí. Pensando dónde fue la última vez que la vi o la guardé, si la coloqué o no en tal parte. En el recuerdo me veía buscando un número telefónico en ella, luego la guardaba en el bolsillo del jean y puf, hasta ahí; entonces volvía a empezar: miraba en ella de nuevo el número telefónico, la guardaba en el mismo bolsillo y nada, seguía sin recordar nada más. Como cuando me encuentro en la calle a alguien a quien debería reconocer al instante y no pasa; o cuando tengo una canción en la cabeza, recuerdo el nombre del cantante, el año, y el concierto en el que la escuché la primera vez, pero no el nombre de la canción. Siempre que me pasa me quedo quieto para que los pensamientos reposen y encontrar más fácil lo que quiero. Ese método no funciona.

Lo de la libreta me pasó hace unos meses y hoy me desperté pensando en ella, queriendo tenerla aún sin necesitarla, porque recuperé todo lo que tenía escrito. Creo que me desperté con nostalgia de ser ese hombre del pasado que caminaba con su libretita naranjada en el bolsillo del jean, pero la memoria pasó de largo, quiere olvidar; y es una parte de mí –una parte pequeña y fuerte – la que no lo admite  y quiere obligar a la memoria a que se quede quieta. La quiere obligar a que cumpla la tediosa tarea de no olvidar, por lo menos no mucho, para que yo pueda seguir siendo el mismo de siempre. Pero nadie se baña dos veces en el mismo lago, menos mal.