martes, 25 de junio de 2013

Cosas de papá

«—¿Adónde te lo llevas? —había preguntado mamá.

Cosas de hombres, había contestado Libero Parri, y a partir de ese momento Ultimo tampoco se había hecho más preguntas, porque si tienes cinco años y tu padre te lleva con él, de esa manera, eres feliz y punto. Por eso había correteado detrás de él hasta el cruce para Rabello. Lo había hecho sin saber que en un sinfín de ocasiones, ya de mayor, volvería a ver esa imagen, precisamente ésa: la silueta maciza de su padre, caminando a grandes pasos por delante de él, contra el vuelo de la niebla matinal, sin darse vuelta nunca, ni para esperarlo ni para verificar que todavía estaba allí. En esa severidad, y en esa ausencia total de dudas, residía todo lo que su padre le había enseñado del hecho de ser padres: que se trata de caminar, sin darse vuelta nunca. Caminar con el paso largo de los adultos, sin piedad, pero un paso límpido y regular, para que tu hijo pueda comprenderlo y permanecer pegado al mismo, a pesar de su paso de niño. Y hacerlo sin darse la vuelta nunca, si es que uno tiene fuerzas para hacerlo: para que él sepa que no se perderá, y que caminar juntos es un destino del que no es necesario dudar en ningún momento, ya que está escrito en la tierra. »


Alessandro Baricco , Esta historia, Anagrama, p.30-31

viernes, 7 de junio de 2013

El infierno

«Nuestro único enemigo era el Diablo. Del Diablo sabíamos todo, sabíamos más del diablo que de Dios. Conocíamos todos sus trucos, todos los medios de los cuales se servía para hacernos caer en el pecado. El infierno también lo conocíamos hasta su último rincón. Teníamos la impresión de que podríamos recorrerlo con los ojos cerrados, conocíamos cómo eran las pailas de aceite hirviendo donde el diablo metía lo pecadores desnudos y luego los sacaba y les quitaba la piel a pedacitos. Tenía enormes tenedores de fierro con los cuales movía las almas en los pozos de fuego, como si fueran pedazos de carne dentro de una olla. Poseía millones de cadenas con que lo amarraba a uno para arrastrarlo por caminos y montañas que estaban sembrados de pedazos de vidrio y espinas. El Diablo era grande, muy ágil, podía dar saltos de varios metros, estaba siempre vestido de rojo o de un verde fosforescente, su pelo estaba siempre de punta hacia arriba y tenía además cuernos como los toros, sus ojos eran amarillos y lanzaban llamas, las uñas eran larguísimas y verdes, los dientes largos como los de los burros y cuando abría la boca salían olores terribles de azufre. El infierno era lleno de cavernas oscuras donde tenía encerrados animales terribles que nosotras no conocíamos pero que se llamaban leones, serpientes, caimanes, y muchos otros, grandes y chiquitos, pero todos terribles. Si uno hacia pecado con los ojos, el Diablo le sacaba a uno los ojos con unas agujas calientes y, si había pecado con la boca, él le cortaba a uno la lengua en pedacitos. Nada ignorábamos del Diablo, además no nos lo dejaban olvidar…Si tirábamos las hebras de hilo nos decían que el Diablo las iba a recoger para torturarnos con él en el Infierno, igual si botábamos algo de comer. Si no nos confesábamos y comulgábamos en pecado, nuestro cuerpo se llenaría de llagas inmundas donde el Diablo depositaría gusanos verdes, rojos y amarillos que nos devorarían.»

Emma Reyes, Memoria por correspondencia, Laguna Libros, 2012, p. 99 -100.